Capítulo XIV
El funcionamientode la planchada
Los obreros llegaban pronto y se colocaban en sus puestos. A las ocho de la mañana los baldes que habían quedado parados el día anterior daban un par de estrincones, cabeceaban y los cables comenzaban a moverse acompañados del rechinar de las ruedas. Todo el lavadero cobraba actividad. Medinilla, un ágil y nervioso operario, arrastraba el primer balde sacándolo del cable tractor a un pequeño raíl y los pinches lo arrastraban hasta situarlo encima de la masera. Dos operarios, con ganchos de agarre de madera, basculaban el balde y el contenido caía sobre el emparrillado, mientras un pinche, ayudado por una manguera, regaba con abundante agua y empujaba todo hacia la enorme masera que había debajo. El agua se llevaba ya parte de la arcilla y así comenzaba el proceso de lavado.
El pinche de la manguera lavaba el balde vacío y lo empujaba hasta situarlo en la cola para ser cargado. Muchas veces el trabajo se volvía desagradable, porque las arcillas y piedras pequeñas quedaban pegadas en el fondo del balde, así que en estos casos el pinche tenía que andar rápido y, con una rasqueta de media luna y el chorro de agua, se metía dentro y raspaba el interior hasta quitar todos los pegotes y dejarlo limpio.
Los baldes vacíos y limpios esperaban su turno para ser cargados. Un operario los empujaba hasta situarlos debajo de la estructura del cargadero del mineral limpio, bajo las boquillas de las tolvas, y otro tiraba de la varilla que abría la compuerta llenando los baldes uno a uno casi hasta arriba. Empujaban los baldes unos dos metros y Medinilla los encajaba en el cable con habilidad y sin apenas esfuerzo.
En esta operación de recogida de los baldes, descargue, primera limpieza y envío de vuelta con el material limpio, trabajaban ocho personas y un capataz que estaba siempre atento a la sincronización de los enganches. Las condiciones no eran malas, pero en días de lluvia el trabajo se volvía penoso, así que se tapaban con sacos de yute, aunque no les serviera de gran cosa. Si hacía mucho viento, los baldes paraban y los operarios realizaban tareas de limpieza dirigidos por el capataz.
Debajo del emparrillado estaba la masera y las bocas de entrada de los trómeles. Estos estaban apoyados en fuertes estructuras de hierro y madera y penetraban, con una ligera inclinación hacia la boca de salida, por la pared que separaba la masera de la sala de los trómeles. En la masera media docena de operarios con potentes mangueras empujaban los materiales hacia las bocas de los trómeles en cuanto se ponían en funcionamiento con su característico ruido de hormigonera.
En el proyecto de construcción de esta línea de baldes figura que el Lavadero de Campomar contaría con seis trómeles, pero los entrevistados que trabajaron allí como pinches aseguran que nunca vieron más de tres salidas.