Veletas en Bizkaia
De acuerdo con su propia definición, las veletas son instrumentos, generalmente de metal, ubicados en un espacio elevado y destinados a indicar -o señalar- la dirección del viento, mediante un mecanismo giratorio que suele adoptar la forma de una flecha. Hasta aquí, todos de acuerdo (o casi, como veremos enseguida respecto a la presunta única funcionalidad del artilugio).
Acerca de su origen, la historia nos dice que estos mecanismos surgieron en la Antigüedad, aunque no todas las referencias se ponen de acuerdo en identificar cuál fue la primera veleta conocida. La mayoría de las fuentes coinciden en afirmar que tal honor correspondió a la Torre de los Vientos del Ágora de Atenas, ideada por el astrónomo Andrónico de Cirro, en la primera mitad del siglo I a.C. Y en efecto, la estructura constaba de una torre octogonal decorada en sus frentes por relieves que representaban a los vientos y estaba coronada por una figura rotatoria de un Tritón que informaba sobre la procedencia de las corrientes de aire. Cumplía pues con casi todos los requisitos, salvo por la forma del indicador, mucho más creativa que la habitual saeta, como cabría esperar de la civilizada Atenas, una de las grandes cunas del arte. Cuestión aparte es por qué se eligió para este menester a un Tritón (criatura marina, al fin y al cabo, cuando hubiese sido más propio coronarla con una criatura alada), pero no nos dejemos arrastrar por la primera brisa que nos sople y volvamos a nuestro discurso.
Según otras opiniones, a los atenienses se les adelantó la dinastía ptolemaica al coronar el famoso Faro de Alejandría con una estatua giratoria de Ptolomeo I con el mismo propósito, en el siglo III a. C, aunque no todas las descripciones coinciden en este punto. El hecho de que la colosal estructura rematase con una escultura del gobernante de Egipto sin que al parecer hubiese ningún indicativo de la posición de los puntos cardinales nos sugiere que su presunta funcionalidad meteorológica tal vez no fue la prioridad que determinó su elección. Quizás respondió a algún otro propósito de carácter más propagandístico, circunstancia que en no pocas ocasiones justificaría en el futuro la colocación de veletas como precedentes de una llamativa cartelería o anuncios de neón para retener nuestra atención (razón que explica la acotación que hicimos al respecto de la definición de veleta en el primer párrafo).
Con independencia de quién tuviese la primicia, lo cierto es que el invento tardaría bastante tiempo en adoptarse en el territorio de Bizkaia.
Algunas reflexiones sobre el origen de las veletas en Bizkaia
Pero, ¿de cuándo data la primera veleta vizcaína y dónde se alzó? Pues esta es una pregunta para la que de momento no tenemos respuesta. No es el propósito de estas pocas páginas establecer sólidas teorías al respecto, pues eso exigiría una paciente búsqueda documental que excede nuestro objetivo actual, por lo que simplemente nos dejaremos mecer por el suave soplo de la intuición.
Sin duda la función primigenia de una veleta, la indicación del viento, debió de resultar de utilidad para nuestros antepasados, que inicialmente se dedicarían fundamentalmente a actividades del sector primario (al fin y al cabo, asegurarse la pitanza siempre ha sido lo prioritario). Una vez superada la etapa meramente depredadora e inmersos ya en actividades productivas, debieron de estar muy pendientes de los cambios del tiempo para evitar que sus esfuerzos resultaran baldíos en previsión de tormentas de pedrisco, heladas, lluvias torrenciales o sequías, fenómenos a los que no suele ser ajeno el origen de las corrientes de aire.
Bien es cierto, sin embargo, que el carácter bastante montañoso de la orografía y el clima húmedo que caracterizaba a nuestro territorio (al menos hasta que la crisis climática ha comenzado a asomar por el horizonte), nunca hizo de Bizkaia una gran potencia agrícola, por lo que sospechamos que tal vez no fueron los antepasados de nuestros “baserritaras” los primeros que se interesaron por conocer cuáles eran los vientos predominantes o de dónde soplaban en cada momento. Parece más lógico suponer que esa iniciativa pudo corresponder, si no en primicia, al menos de forma paralela, a los vizcaínos vinculados con la mar, al fin y al cabo, fuente de una parte nada despreciable de nuestra prosperidad. Los oficios de arrantzale, transportista o comerciante estuvieron muy implantados en la economía vizcaína y su fortuna, o incluso su simple supervivencia, no era en modo alguno ajena a los caprichos del dios Eolo. Por eso imaginamos que nuestras primeras veletas pudieron moverse probablemente al compás de la brisas -o vendavales- marinos.
Cabe suponer que, en esos contextos, el interés por contar con veletas era compartido por una mayoría y asumido como una tarea común, y que, en consecuencia, fueron ubicadas en los que debieron ser nuestros primeros edificios públicos: las iglesias parroquiales. Todavía hoy, cuando los medios para averiguar de dónde procede el viento están literalmente al alcance de casi todos (mediante alguna app de las muchas que llevamos incorporadas en ese diabólico aparato del que casi no sabemos desprendernos), son varias las parroquias costeras que bajo las consabidas cruces que rematan sus torres poseen una veleta: Santurtzi, Portugalete, San Nicolás de Bilbao (parroquia al fin y al cabo de un arrabal del barrio bilbaíno de los pescadores), Plentzia o Lekeitio. También es verdad que, al menos actualmente, están ausentes en otras como Algorta, Gorliz, Bermeo, Mundaka u Ondarroa, lo que desde luego no significa necesariamente que no las tuvieran con anterioridad (cosa que ciertamente dudamos).
Por desgracia, no pocas veces, tenemos constancia de la existencia previa de veletas en torres o espadañas que fueron apeadas con ocasión de restauraciones o renovaciones, incluso en fechas recientes. Aunque no sean iglesias situadas en el litoral recordamos un par de ejemplos: la desaparición de la veleta de la torre de la basílica de Begoña cuando fue renovada tras la primera Guerra Carlista (en la actual fachada de Basterra rematada por una gran cruz también se prescindió de este elemento) o la más reciente eliminación de la que coronaba la espadaña del Convento de la Merced de Bilbao. Una investigación exhaustiva sin duda multiplicará notablemente el número de veletas ausentes, cuestión que es plenamente extensible a los edificios de carácter civil, según veremos más tarde.
En los últimos años se ha prestado alguna atención al tema de las torres-campanario y los instrumentos sonoros que se resguardan en ellas. A las primeras se dedicó una exposición con motivo del 25 aniversario del COAVN, que dejó como legado un breve texto del recientemente fallecido (¿quién si no?) profesor Barrio Loza; de las campanas se hizo un inventario y una exposición aquel mismo año de 2005. Las cruces y veletas que aún rematan las torres, sin embargo, esperaban pacientemente su turno.
El gallo, un clásico en la iconografía de las veletas
El gallo es, con diferencia, el animal que decora un mayor número de veletas. Su temprano canto anuncia la llegada del sol, por lo que suele asociarse con los conceptos de alerta y vigilancia. Su simbolismo, unido al episodio de la negación de San Pedro, sugiere la necesidad de permanecer atentos a nuestras debilidades. El primer ejemplo conocido data del año 820, cuando Ramperto, obispo de Brescia, ya dispuso que se colocara uno en la torre de su iglesia. Posteriormente fue elegido, a mediados del siglo IX, para coronar el primitivo campanario de la basílica de San Pedro por disposición del papa León IV. Se atribuye a su sucesor, Nicolás I, una orden para que coronase las torres cristianas.
En torno a la historia de nuestros campanarios
Del primer trabajo podemos extraer algunas ideas sobre la historia de nuestras torres campanario. De entrada, hemos de advertir que pocas torres medievales han llegado a nuestros días y en todo caso corresponden a la fase final, al Tardogótico. Los escasos edificios románicos supervivientes no llegaron a contar ni con una simple espadaña. La de la ermita de Zumetxaga es tardía, como la torre de San Pelayo de Bakio, y el modesto edificio de Abrisketa carece incluso de campanas.
Torre campanario de Santa María Magdalena de Plentzia, h. 1526.A finales de la Baja Edad Media se levantaron algunas torres tardogóticas como las de Plentzia, Nabarniz o Erandio, rematadas en amplias terrazas, en algún caso cercadas por cresterías (cubiertas más tarde por tejados), la misma disposición que presentaría probablemente la parroquia de Santiago de Bilbao a juzgar por el grabado de Hogenberg o seguramente la de la parroquial de Arrieta, recrecida posteriormente. En cualquier caso, este era un planteamiento poco apto para acoger cruces y veletas que, dada la amplitud de la superficie de sus azoteas, resultarían invisibles desde el suelo, salvo que se les dotase de gran altura, lo que automáticamente las convertiría en auténticos imanes para los rayos, causando más perjuicios que beneficios. Menos información disponemos sobre cómo se remataron los fustes góticos de otros campanarios que aún hoy sustentan estructuras más modernas como los de Amorebieta, Ermua o Lekeitio.
La alternativa más modesta, adecuada para el ámbito rural, sería construir un sencillo tinglado de madera al estilo del de la ermita de Illoro (Markina-Xemein), del que colgaban las campanas, precariedad que difícilmente se remataría con el lujo de una sencilla veleta.
La situación no cambiaría significativamente en la etapa renacentista a juzgar por la amplitud de torres como la de Orduña o Fruniz, que pretendiendo ofrecer un pórtico para cobijar la portada de los pies reincidían en las mismas limitaciones de las torres tardogóticas, situación que en parte se prolongó durante el barroco del siglo XVII, en el que el formato de torre ancha de planta más o menos cuadrada (Gordexola, Kortezubi o Goikolegea) convivió -al menos en un caso- con una torre “adelantada” a su tiempo (la de la Basílica de Elorrio finalizada en 1672), que optaba por un diseño que podríamos definir de manera un tanto tosca, pero gráfica, como telescópico, pues incorporaba sobre el cuerpo de campanas otros de menores dimensiones que al reducir su sección y culminar en media naranja, se prestaban más al lucimiento de elementos de remate. Volveremos sobre ella más adelante.
La novedad se fue haciendo más habitual durante el segundo tercio del siglo XVIII, merced a arquitectos como Ibero, Iturburu o Martín Carrera, que no dudaron en desafiar a los elementos con torres más esbeltas (como las de Otxandio, Berriz, Zeberio o la ya mencionada de San Antón de Bilbao), a las que se incorporaban, además, linternas cupuladas. Esta osadía supuso tener que afrontar muchos disgustos, pues el pararrayos, descubierto por Benjamín Franklin a mediados de ese mismo siglo, no llegaría a implantarse por estos lares hasta aproximadamente cien años después (en la Basílica de Begoña el primero data de 1862). Pese a la infinidad de percances causados por descargas eléctricas generadas por tormentas, bien podría considerarse a este período, según razonaremos en breve, como el momento estelar en el desarrollo y difusión de las veletas vizcaínas.
Las veletas, un tema escasamente estudiado
Esta afirmación podría parecer algo arriesgada pues, a falta de una revisión documental específica y un trabajo de campo exhaustivo, tareas que desbordan el objetivo de esta modesta iniciativa, no resulta nada fácil datar estos elementos con alguna precisión. Pero situados ya a estas alturas del discurso, dado que no sufrimos de vértigo, también nosotros trataremos de ser algo audaces, sin arriesgar en exceso nuestra credibilidad. De entrada, dado que se trata de un tema inédito, que hasta ahora apenas ha despertado el interés de los investigadores, confesamos que no disponemos aún de la información pertinente que en muchos casos suponemos debió de quedar registrada en los libros de fábrica parroquiales, o en los de cuentas municipales en su caso. A título orientativo de cuál es el estado de la cuestión actual, servirá como dato ilustrativo el de que en el borrador del Catálogo Monumental de la Diócesis de Bilbao hemos localizado mención de la existencia de una treintena de veletas en las torres de nuestras iglesias, pero solamente se describe una de ellas: la de la parroquia bilbaína de San Antonio Abad, famosa por el giraldillo que la remata.
Por lo que sabemos la escasez de estudios relativos sobre este particular tema es palmaria: recordamos así al respecto un artículo de Ricardo Becerro de Bengoa publicado en la revista Euskal-Erria en 1881, relativo a las sucesivas giraldas que remataron el campanario de la basílica de Elorrio. También podemos mencionar un artículo de Mario Grande dedicado a las veletas de Vizcaya publicado en el diario oficial de la feria de Muestras de Bilbao el 28 de agosto de 1959. Mención especial merece el interesantísimo y exhaustivo trabajo de Juan de Amesti Mendizabal sobre Forja Artística en las Encartaciones de Bizkaia, que cuenta con precisos y valiosos dibujos, aunque dado el enfoque etnográfico del mismo, no está apoyado por un vaciado de las fuentes documentales que nos hubiese sido de gran ayuda. Pero poco más que hasta ahí llega la bibliografía conocida.
Además, al abordar este trabajo advertimos que no disponíamos de documentos gráficos de detalle que nos permitiesen analizar en profundidad el diseño de los elementos que rematan los campanarios de nuestro territorio, pues la gran altura a la que se coronan estas construcciones no facilita su observación, si no es a través de teleobjetivos o prismáticos. Y a veces ni eso, dada la falta de perspectiva derivada de la estrechez de los viales. A este respecto, el uso de drones augura buenas expectativas para el futuro. Nuestra aportación, por consiguiente, en modo alguno puede calificarse como sistemática, sino como un simple “menú degustación” que ciertamente ha conseguido abrir el apetito de este investigador, y esperemos que también lo haga con el lector.
De cualquier forma, aunque contáramos con ese repertorio gráfico, la inexistencia de estudios previos no nos permitiría disponer de una serie de modelos datados fehacientemente que pudieran servir de base para realizar comparaciones y establecer fechas, siquiera aproximadas, de los ejemplares inéditos, pues son muy escasas las veletas conocidas que están fechadas en el propio soporte de la obra. Algo más se conoce sobre la construcción de las torres como ya se ha dicho, pero hay que tener en cuenta que la existencia de una veleta no necesariamente garantiza que esta sea coetánea de la torre o tejado sobre la que se alza. Eso, por no mencionar que en muchos casos bien podrían tratarse de obras realizadas por herreros o ferrones apegados a diseños tradicionales, que se pueden perpetuar a lo largo de muchas décadas. En suma, estamos ante un campo inédito que bien merecerá ser abordado en el futuro.
A propósito de las veletas municipales
Retomando de nuevo el hilo del discurso, si nuestra hipótesis opta por dar prioridad a las veletas de edificios eclesiásticos no es solo porque la nuestra sea una trayectoria ligada preferentemente al arte religioso sino porque estas construcciones se adelantaron en varios siglos a los siguientes edificios levantados por y para la comunidad, esta vez con carácter exclusivamente civil: los ayuntamientos. Recordemos al efecto que las primeras casas consistoriales vizcaínas no se construyeron hasta fines de la Edad Media o comienzos del Renacimiento, y esto en lo relativo a las villas y ciudad del Señorío.
Este fenómeno tuvo lugar tras el paulatino paso desde las asambleas comunitarias de vecinos o concejo abierto -celebradas precisamente en los pórticos o el interior de las iglesias, de donde deriva la denominación tradicional de anteiglesias para nuestros municipios rurales- al concejo cerrado o por delegación, así como por las disposiciones al efecto de los Reyes Católicos en 1480, reiteradas en 1500. Según estudió Ana Isabel Leis, casi la mitad de nuestras villas se dotaron de consistorios en el siglo XVI, y al menos seis de ellas los hicieron en su primera mitad: Balmaseda, Bilbao, Gernika, Lekeitio, Orduña y Markina, y otras tres en la segunda (Portugalete, Plentzia y Durango).
De estos solo subsisten en pie el ayuntamiento de Markina (1542) y la torre del de Orduña, que al parecer ya funcionaba como sede del consistorio desde fines del siglo XV y fue reconstruida tras el incendio de 1535. El de Durango, erigido en la segunda mitad del siglo XVI, fue bastante reformado en el siglo XVIII y de nuevo en el XX. Los extractos publicados de las fuentes documentales nada dicen sobre la existencia de veletas, pero quienes nos dedicamos a este oficio sabemos bien que no siempre contamos todo lo que sabemos por no desbordar los límites de los estudios, de manera que a menudo nos vemos obligados a volver a consultar las fuentes –o al menos nuestras notas si fuimos minuciosos- para recuperar detalles omitidos que a posteriori nos interesarán para nuevas investigaciones.
A raíz de lo ya publicado sabemos que el ayuntamiento de Markina cuenta con una torre campanario anexa, pero de construcción muy posterior. La que aún se conserva dentro del consistorio de Orduña, por su parte, incorporaba al menos una campana hacia 1538, aunque de nuevo no hay mención específica de veletas. La actual espadaña, pese a su sobriedad, probablemente date de la reforma finalizada en 1773, fecha adecuada para la esbelta y ligera cruz que la remata, con cuatro tramos en forma de conopio trebolado enlazando los travesaños. Hasta no hace mucho bajo ella giraba una veleta con las armas de la ciudad, hoy ya retirada, que en todo caso sería obra de esta misma época.
La información es igualmente nula en el caso de la villa de Bilbao, que ya contaba con una primera casa del concejo en 1389, de la que solo sabemos que tuvo la misma ubicación que sus sucesoras, junto a la iglesia de San Antón. En 1535 se había renovado, pero este inmueble contó con una efímera existencia pues se lo llevó una riada en 1553, repitiéndose la historia sesenta años después. Del tercero de los edificios levantados para este fin, finalizado en 1683, contamos con una ilustración pues sobrevivió hasta el siglo XIX, de modo que Jenaro Pérez Villaamil pudo reproducirlo en uno de sus grabados, en el que sí puede apreciarse al menos una veleta (incluso tal vez dos), aunque sin el suficiente detalle como para asegurar que corresponda al momento de su construcción en la segunda mitad del siglo XVII.
Las sucesivas renovaciones y reformas de parroquias y ayuntamientos no ayudan mucho a determinar desde cuándo las veletas decoran nuestros tejados. Cabe suponer que en la Edad Media pudo existir algún ejemplar, pues, aunque su forja supondría un coste no despreciable, su utilidad bien podría justificarla. Aunque con todo, conviene añadir una reflexión que relativiza el valor de su función primaria. No hay que olvidar que buena parte de nuestros antepasados gozaron de una movilidad a lo largo de sus vidas bastante más escasa que la nuestra, por lo que sin duda conocían muy bien el medio en el que se desarrollaron sus vidas y además estaban mucho más conectados con la naturaleza de lo que hoy lo estamos, particularmente los “urbanitas”, por lo que seguramente no necesitarían mucho de estos artefactos para conocer de dónde soplaba el viento pues contarían con su amplia experiencia vital y no pocas referencias.
Habría que apuntar hacia otras consideraciones para explicar su uso. Ya hemos aludido a su utilidad “publicitaria” y tal vez deberíamos considerar asimismo que estos elementos complementaban una construcción a modo de la guinda de un pastel, y en consecuencia pudieron servir como símbolo de la posición acomodada del promotor del edificio, lo que explicará que su incorporación a palacios, villas y casas campestres se irá haciendo cada vez más frecuente a medida que nos adentremos en la Edad Contemporánea. Sobre este punto, por lo que sabemos, la arquitectura civil de carácter privado apenas incluyó estos aditamentos hasta bien avanzado el siglo de las luces.
El Barroco, época de auge de las veletas en Bizkaia
Por cuanto llevamos dicho el lector avezado ya intuirá que la primera edad de oro de las veletas vizcaínas bien pudo ser la época del barroco. Un estilo, por cierto, muy dado al movimiento y a la teatralidad que tan bien casan con este tipo de artefactos.
Sin alejarnos del último escenario citado, el entorno de la Plaza Vieja de Bilbao, contamos con buenos ejemplos que lo ilustran. Ya se ha aludido a la célebre giralda de San Antón, de la que, significativamente, se hizo eco la publicación “De Bilbao, de toda la vida” de Tomás Ondarra y Jon Uriarte, aunque el título, al menos en este caso, realmente no hacía honor del todo a la verdad. Porque la giralda que hoy en día aún vigila desde las alturas la actividad del espacio donde al parecer nació la villa bilbaína, contó en realidad con al menos una antecesora. De ello da fe la representación esculpida en un escudo en piedra que pertenece a la colección del Euskal Museoa. En él podemos apreciar en efecto la torre de dos cuerpos que desde 1644 levantaba Martín Ibáñez de Zalbidea y que se coronaba por un chapitel, probablemente de madera, por el que cobraba a mediados del siglo XVII el maestro San Juan de Urizar Zabala. El conjunto estaba rematado por una primera giralda, obra del escultor Juan de Palacios Arredondo, que adoptaba la forma de una figura femenina que parecía sostener un gran escudo, elemento que la haría girar impulsada por las corrientes de aire, a imitación de la célebre estatua situada en la cúspide de la torre campanario de la catedral de Sevilla que es conocida como la Giralda, al aplicar una sinécdoque, figura literaria que consiste en tomar la parte por el todo. A ella le acompañaba además una veleta emplazada sobre otro chapitel, también de doble cuerpo, que se alzaba sobre el conocido como “Balcón del Consulado”; es decir, el espacio porticado que cobija el principal acceso del templo.
Cigüeñas anidando junto a la veleta de la iglesia de la Sagrada Familia, Orduña.El giraldillo de San Antón en Bilbao
Campanario y veleta se renovaban desde 1773 cuando se levantó la torre actual de San Antón, diseñada por Juan de Iturburu y construida por Gabriel de Capelastegui, a la que se incorporó una nueva figura giratoria de cobre de 8 pies de altura, diseñada en esta ocasión por el escultor Jerónimo de Argos y fundida en una calderería de la cercana calle de Ascao. La estatua fue ubicada en su elevado emplazamiento el 7 de diciembre de 1775 y representa una alegoría de la fe, encarnada por una figura femenina calzada con polainas que dejan las rodillas a la vista, túnica arremangada ceñida por un corpiño y un voluminoso tocado -que suponemos contribuiría a oponer resistencia al viento, para que este la hiciese girar-, en actitud de sujetar una esbelta cruz latina con la mano derecha. Lamentablemente desde su última restauración la veleta ya no gira y mira perpetuamente hacia el Mercado de la Ribera.
Imagen de la Fama alada de Juan Esteban de Capelastegui, en Elorrio, 1837.La villa de Bilbao no fue la única que contó en uno de sus campanarios con varias veletas. Esta sucesión de giraldillas es una situación que se repitió también en otra espectacular torre vizcaína: la de la Basílica de la Inmaculada Concepción de Elorrio, inspirada nada más y nada menos que en la propia giralda sevillana, que se pretendía fuera realizada “con mucho primor y de grande costo y de mucho adorno e utilidad para la iglesia”. Tras cinco años de obras se remató la torre en 1672, colocándose su primera figura de remate o giralda, una escultura de castaño realizada por el escultor Gerónimo del Yermo, de 5 metros de altura, que sucumbió a causa de un incendio provocado por la vela de sebo que a modo de luminaria pretendía festejar el nacimiento del primogénito del rey Felipe V. Diez años más tarde se instaló una segunda giralda, quemada esta vez por un rayo en 1811. Decididos los vecinos de la villa a no dejar su torre sin rematar por una imagen, en 1837 aún alzaron hasta lo alto una tercera talla, obra de Juan Esteban de Capelastegui, que aludía a la fama alada, y enarbolaba una bandera con el lema de la patrona del templo “Tota Pulchra es María”, lema que no la libró de ser destruida por otra centella, según unas fuentes en 1847 y según otra versión no antes de 1860, asunto el de su cronología discutible pues la fecha que figura en su bola en la ilustración adjunta reza 1866.
Sin salir de la propia villa de Elorrio aún hemos de mencionar al menos otra veleta barroca: la conservada en el Palacio de Casajara. Se halla a la espera de una restauración, algo comprensible si consideramos que es la más antigua de este género de obras datada en Bizkaia, como indica la fecha de 1650 que figura calada en su timón, rematado por otra pequeña banderita, mientras el característico gallo lanza su canto junto a la punta de la flecha. Como en muchas de estas obras se remata con una cruz, decorada con círculos, cruces y eses avolutadas que enlazan sus brazos.
La sobriedad de esta pieza, propia del barroco clasicista, contrasta con la profusión decorativa de otras obras datadas ya en el siglo XVIII. Destaca entre estas la que remata el ático del Arco de Santa Ana en Durango, monumental puerta de acceso a la villa diseñada por el cantero Juan de Zubiaga en 1743 para sustituir a otra anterior de la que se reaprovechó su escudo y la imagen de la Virgen de las Nieves, piezas ambas procedentes de la antigua puerta renacentista, fechada en 1566. La veleta central cuenta con un timón que identifica la advocación de la santa de la iglesia contigua, con un perfil de ondas sinuosas, tallos floridos en la base del mástil y los extremos de los brazos de la cruz, que se unen por curvas cóncavas avolutadas de las que brotan nuevas ramitas enmarcando los tres clavos de Cristo, cuyo anagrama figura en un círculo donde los travesaños se cruzan.
Ejemplares de elaborado diseño son asimismo las dos cruces-veleta gemelas de la parroquia de San Nicolás de Bilbao, en las que los brazos de la cruz también rematan en flores y se enlazan por curvas similares a las de Durango, encuadrando en este caso rayos sinuosos. El timón, sin embargo, presenta una silueta dentada a modo de raspa de pez.
Las cruces-veletas que coronan las del ayuntamiento de Otxandio son algo más sencillas, con remates en flores de lis, rayos que brotan de las “ces” tendidas entre los brazos de la cruz, sobresaliendo en la propia veleta el ondulante perfil calado del timón. Aún más esbeltas y simples en su diseño se muestran las que culminan las espadañas de la antigua iglesia de la Sagrada Familia de Orduña, con cruces rematadas en amplias lises con ensanches ovalados en los brazos que no parecen corresponder al recio diseño de la fachada de Santiago Raón de hacia 1680, por lo que serán de factura posterior.
Orduña, ciudad que ha sabido conservar sus veletas, posee además de las ya citadas del ayuntamiento y la iglesia de los jesuitas, otras dos más de depurado diseño: la de la parroquial de Santa María, con saeta sinuosa y timón recto bajo cruz con círculo central y rayos sinuosos en aspa enlazados por “ces” (mucho más tardía seguramente que la conclusión en 1617 de la amplia torre tardogótica por Martín Ibáñez de Zalbidea) o la ya neoclásica y, en consecuencia, sobria y puramente funcional bajo cruz con anagrama de María al centro, que culmina la espadaña neoclásica de hacia 1782 del Santuario de La Antigua.
Rolan nuevos vientos para nuestras veletas
Dejando de lado, precisamente por su simplicidad, las cruces-veletas de los edificios neoclásicos, habrá que esperar a un nuevo período que comprende desde el eclecticismo de fines del siglo XIX hasta los regionalismos previos a la guerra civil, pasando por el modernismo, para reencontrarnos con otro período fecundo para las veletas. Lamentablemente muchas de ellas ya no lucen en los tejados, retiradas tras las frecuentes reparaciones de estos, por lo que no contamos con imágenes de detalle sino solo con poco más que una larga lista de obras desaparecidas retratadas en antiguas fotos o postales. Entre otras muchas, las de los palacios Chávarri y Olabarri, las de las torres de la Alhóndiga, la Estación de Atxuri, el teatro Arriaga o las Oficinas Sota y Aznar, todas ellas en Bilbao. Apenas algunas consiguieron sobrevivir a esa oleada de reemplazos por los más funcionales pararrayos y antenas de comunicaciones que han ocupado su lugar en nuestras cubiertas, como las del Consistorio de la capital, El Instituto del Ensanche o La Santa Casa de la Misericordia en Bilbao o el pabellón central del Castillo de Butrón, donde en un reducido espacio el Marqués de Cuba ubicó cuatro veletas, además de otros pináculos y gallardetes.
Pero basta revisar los planos de los arquitectos de las primeras generaciones del Ensanche para ver que, hasta la llegada del racionalismo en los años 30, las veletas rara vez faltaban en un proyecto. Caso singular es el del Palacio Artaza de Manuel María de Smith Ibarra, donde no se concibió veleta, pero sí un molino de viento, según delata el plano correspondiente.
Desde la época de austeridad de la postguerra pocas son las veletas que se han alzado sobre las tejas de nuestros edificios públicos, como las de la parroquia de San Pedro de las Carreras en Abanto Zierbena o la más reciente de la torre del Consistorio de Gernika. Destacaremos por citar un ejemplo curioso, la del primer rascacielos de la calle Bailén, diseñado por Chapa y Galíndez hacia 1940, que incorpora una cruz a la que se sobrepone doble círculo, el interior segmentado por aspa que ordena “ces” avolutadas contrapuestas. Bajo ella navega un airoso galeón al que no le falta su pequeño fanal sobre el castillo de popa, motivo este de inspiración marina que se repetía en la ya mencionada entre las ausentes de la sede de Sota y Aznar, o en la que aún sobrevive en la cumbrera del palacio Eguzkialde de Getxo. Lo curioso del asunto es que el promotor de este edificio fue la Sociedad del Ferrocarril de Bilbao a Portugalete, cuya estación se situaba a sus pies. ¿Se trata tal vez de una concesión al carácter marinero de la villa?
Pero por lo general estos ya son tiempos adversos para las veletas, aunque no faltará alguna recuperación más reciente especialmente en casas o chalets particulares, pues ya se sabe que los vientos soplan caprichosamente, como nos lo advierte el refrán: aize-orratza bezin itzul-inguru / más cambiantes que una veleta.
La veleta del Palacio Tola en Elorrio
En la villa de Elorrio conviene mencionar la imponente y monumental veleta que actualmente reposa en el jardín del Palacio Tola o Gaytan de Ayala, decorada precisamente con los lobos de este apellido para pregonar desde las alturas la adquisición del inmueble por don Antonio Gaytán de Ayala y Artacoz, lejano descendiente del linaje promotor de los Urkizu, con ocasión de las reformas emprendidas por el decorador Luis Lerchundi hacia 1918. Fruto de aquella intervención son asimismo la adición de escaragüaitas en los ángulos del palacio y la construcción de una elegante escalera iluminada por una vidriera, bajo la que reza un curioso lema alusivo al peculiar carácter emprendedor de la nobleza vasca: “Sola virtvs parit honorem, solvs labor parit virtvtem”.