Muskiz, entre el hierro y la mar
El valle de Somorrostro
Los grafitos de San Julián solo se explican en un contexto geográfico determinado, el estuario del río Barbadun, que fue una de las principales arterias para la exportación del mineral de hierro de Bizkaia. Este enclave pertenece, a su vez, a un territorio más amplio, el valle de Somorrostro, que se extiende entre el río Cadagua y el límite con Castro-Urdiales. Es decir, lo que ahora se conoce como Margen Izquierda y Zona Minera.
En el siglo XIV se produjo su fraccionamiento administrativo con la fundación de la villa de Portugalete y la segregación de la anteiglesia de Barakaldo. El Valle de Somorrostro, propiamente dicho, permaneció dentro de las Encartaciones, y sus siete concejos se agruparon en dos repúblicas: Santurtzi, Sestao y el Valle de Trapaga, en la denominada Tres Concejos, y San Pedro y Santa Juliana de Abanto, junto con Zierbena y Muskiz, en la de Cuatro Concejos. La divisoria entre ambas repúblicas era una línea transversal que discurría entre los Montes de Triano y la orilla del mar, pasando por la cumbre del monte Serantes.
Al tiempo que el topónimo Somorrostro se diluía en la mitad oriental del valle, eclipsado por la preponderancia comercial y política de las villas de Portugalete y Bilbao, su uso se perpetuaba sin competencia alguna en el extremo occidental, donde la asimilación intelectual entre Somorrostro y Muskiz sigue siendo, a día de hoy, un hecho.
Nuestro valle podría haber sido como cualquier otro del entorno si su montaña de Triano no hubiese engendrado una ingente cantidad de mineral de hierro de excelente calidad, la famosa vena de Somorrostro. Tampoco su historia habría sido la misma si no hubiera estado volcado al mar y flanqueado por dos rías navegables que hicieron posible la aproximación a los yacimientos: Ibaizabal-Nervión-Cadagua, al este, y Barbadun, al oeste.
Sin embargo, ninguna de las rías fue fácil para la navegación. Para alcanzar el fondeadero de Portugalete había que salvar la peligrosa barra de arena que se extendía entre Algorta y Santurtzi. El acceso al estuario del Barbadun no era mejor. Situado en el extremo occidental de otra extensa barra de arena que se secaba en bajamar y totalmente abierto al norte, a la frecuente colmatación del surgidero y del canal de navegación, se sumaba el azote de la mar y de los vientos dominantes en este litoral.
Al tiempo que el topónimo Somorrostro se diluía en la mitad oriental del valle, eclipsado por la preponderancia comercial y política de las villas de Portugalete y Bilbao, su uso se perpetuaba sin competencia alguna en el extremo occidental, donde la asimilación intelectual entre Somorrostro y Muskiz sigue siendo, a día de hoy, un hecho.
Pero a pesar de las dificultades impuestas por la naturaleza, la ría del Barbadun fue, contra viento y marea, una de las principales vías para la saca de venas y hierro con destino a los puertos y ferrerías del litoral cantábrico en embarcaciones de cabotaje. Algunas de esas naves están representadas en las puertas de la iglesia de San Julián de Muskiz, inmejorable atalaya para otear retazos de la historia de este enclave en sus momentos de mayor apogeo.
El estuario del Barbadun, una “vega de vegas”
En su curso bajo, el río Barbadun forma un estuario delimitado por los montes Campomar, Pico Ramos-Janeo, El Peñón y Montaño, que se asoman directamente a la mar mientras que las cordilleras de Triano y Mello lo cierran por el sur, separándolo del interior de las Encartaciones. Entre estos dos últimos macizos se abre paso este cauce que nace en el monte Kolitza y se remansa en la presa de El Pobal, justo a la entrada del término municipal de Muskiz, iniciando aquí su recorrido por el valle de Somorrostro.
Entre los Vados y Santelices, el empuje de las mareas contrarresta el ímpetu fluvial, lo que hace que casi se estanque en la vega de Barbadun, antes de buscar la salida bajo el puente de San Juan. De esta vega toma el río su nombre definitivo, que a día de hoy se ha impuesto a otras denominaciones que fluctuaron en el pasado a lo largo de sus quince kilómetros de recorrido.
En el sitio del viejo astillero del Puente el río se convierte en ría y avanza reposadamente hacia la mar, dejando a la izquierda la campa de San Juan y la vega de Bárrago, frente a la cual recibe por la derecha el caudal del río Cotorrio, que procede de los montes de Triano. El Cotorrio discurre ahora por un cauce artificial pero el original fluía por La Verdeja, en el centro del espacio que ocupa desde hace 50 años la refinería, para unirse al Barbadun en su tramo más recto y de mayor calado: el sitio y puerto de Lavalle, a los pies de San Julián.
A partir de aquí el río abandona el rumbo que traía, para virar a SE-NW y abordar el tramo final de su recorrido a través de vegas como El Chimbo, El Verde, La Arenota o Areño hasta fundirse con la
Conscientemente, hemos hablado de vegas para referirnos a lo que técnicamente son marismas e incluso dunas y arenales. La razón es la terminología empleada por los habitantes del entorno, que perciben el estuario como una gran “vega de vegas”. Vegas que aportaban a la comunidad diferentes recursos, como espacios verdes para apacentar los ganados en las bajamares, la producción del junco necesario para el pavimento de las iglesias y lugares donde depositar la vena para los embarques.
El uso ganadero del Malecón, la Verdeja y Lavalle se mantuvo hasta la desaparición de las propias vegas, mientras que el enjuncado fue una práctica habitual en las iglesias de todo el valle de Somorrostro, cuyo suelo era de tierra. De hecho, los libros de cuentas de San Julián recogen año tras año los gastos realizados por segar junco para la iglesia en la Arenota, acarrearlo hasta el embarcadero y subirlo a Lavalle para, desde allí, llevarlo a la iglesia y colocarlo sobre el suelo después de haber retirado lo viejo. Finalmente, el depósito del mineral se realizaba en las vegas de la Verdeja y Lavalle, en las zonas próximas a los riberos de embarque de la ría.
La ría y el puerto de Lavalle
El estuario y sus recursos se dominaban por completo desde el altozano de Muskiz, que aglutinaba las principales señas de identidad del municipio: el nombre, la parroquia matriz de San Julián, el crucero en torno al cual se celebraban las juntas vecinales y la cofradía de mareantes de San Nicolás, cuya sede era la propia iglesia. Sin embargo, Muskiz no se reduce solo al núcleo original de San Julián, sino que al albur de la expansión económica y demográfica del siglo XVIII, nacieron las nuevas parroquias de San Juan y San Nicolás de Bari, la primera junto al Astillero del Puente en un lugar por donde transcurren los caminos principales y la segunda, en la misma desembocadura del río, con su fondeadero al abrigo del islote de San Pantaleón. Las tres iglesias se reparten simétricamente a lo largo de la ribera izquierda de la ría que, además de su importancia como canal de navegación, es el eje geográfico en torno al cual se articula el concejo. En las siguientes líneas abordaremos sus características naturales y de navegación, a la luz de las ordenanzas de los siglos XVII y XVIII.
La ría tenía escaso caudal de agua y el fondo se llenaba de lodos y arena con facilidad. Además, discurría por un estuario que los aguaduchos anegaban con demasiada frecuencia; de hecho, una de las imágenes fijas en la historia de Muskiz es la vega convertida en bahía. Por si fuera poco, la entrada desde la mar solo era posible por un estrecho e incierto canal, abierto por el propio río en la densa barra de arena y ceñido a una costa escabrosa, batida a menudo por el oleaje y los vientos del norte y del noroeste. Los espacios más significativos de la ría eran el puerto, el canal de El Verde y el fondeadero o surgidero de Pobeña.
El puerto se ubicaba en Lavalle, que era el paraje más profundo y abrigado de la ría y sus dos riberas constituían el cargadero propiamente dicho. La ribera izquierda era un espacio ancho y llano que se prolongaba hasta más abajo de la iglesia de San Julián. El acceso al puerto descendía por la ladera del cerro que denominaban, propiamente, Turruntero. En la margen derecha desaguaba el río Cotorrio, a través de un angosto canal navegable que unía Lavalle con San Martín, enclave medieval que tuvo su propio puerto y jugó un importante papel en la exportación del mineral bajo el control de los Salazar de Muñatones. De hecho, los miembros de este linaje establecieron su rentería en el lugar de La Verdeja y durante siglos cobraron a los venateros un impuesto obligándoles también a depositar ciertas carretadas de mineral al año en el “pozo de los carros de Lavalle”, excavado al final de la principal vía de transporte, el “camino de los carros”.
El canal entre El Verde y la desembocadura era dificultoso para la navegación porque los bancos de arena invadían el cauce y por ello fue el tramo elegido para intentar canalizar el río formando un muelle y reta -especie de escollera- con lastre de piedra y arena.
La ensenada de Pobeña formaba parte de la desembocadura y se llenaba y vaciaba al compás de las mareas, por lo que ejercía de surgidero y varadero al mismo tiempo, al abrigo de la isla de San Pantaleón y de un muelle construido para cerrar el espacio entre la isla y el monte. Pobeña también tuvo su cargadero para el mineral de las veneras de su entorno.
Por esta ría salía la mayor parte de la vena que se llevaba a las ferrerías de Bizkaia, Gipuzkoa, Montaña de Santander, Asturias, Galicia y otros lugares. El mantenimiento del canal y la ordenación de la navegación traían de cabeza a nuestros antepasados, por lo que trataron de ordenar y regular el tráfico fluvial y el uso, mejora y conservación de sus elementos por medio de diversas ordenanzas. Estos documentos son de gran interés, puesto que ofrecen una visión clara de la dinámica que se seguiría casi hasta el final de la utilización de la ría como arteria para la saca de mineral. Y viendo las dificultades que describen, es fácil deducir por qué se abandonó el tráfico fluvial por la ría, desde el mismo instante en que hubo otras formas de transportar el mineral a finales del siglo XIX. Los esfuerzos realizados con posterioridad por canalizar la ría ya no serían para mantener su navegabilidad sino para evitar inundaciones.
Ordenanzas de 1716. La regulación de un espacio y de su actividad
Siendo la conservación de los puertos de mar tan importante a la causa común y atendiendo a que para la manutención del de este concejo de San Julián de Musques, por ser demasiadamente seco, se necesita una continua aplicación y vigilancia de sus vecinos en cuidarle formando muelles, limpiar y enderezar canales y poner orden y modo de repararlas y hacerlas más profundas y reconocibles… se necesitan ordenanzas por las cuales se pueda tomar regla para refrenar los desórdenes u excesos de los mareantes con sus bajeles, deslastrándolos muchas veces en medio de la Canal y en otros parajes perjudicialísimos a lo navegable de ella.
Así reflejaron los regidores, mareantes y vecinos del Concejo de Muskiz las características de su ría y las medidas necesarias para ordenar las actividades de carga y navegación que en ella se realizaban. Vamos a detenernos en algunas de las normas y conceptos que nos van a permitir conocer mejor las particularidades de nuestra ría.
El lastre era uno de los principales obstáculos para la navegabilidad del estuario. Los barcos que venían a cargar la vena traían un lastre de piedra y arena para mantener la estabilidad en la navegación. Al llegar a puerto necesitaban reducir calado para salvar la barra y navegar por la ría. Además, debían de hacer sitio para estibar la carga, por lo que echaban el lastre por la borda, aumentando el colapso y deterioro del canal de navegación. Por ello, la cofradía decidió utilizar el lastre para formar un muelle desde el Pozo de Montaño hacia abajo, de manera que el río corriese arrimado a él y lo más recto posible para evitar que el agua abriera canales entre los lastres. Tampoco se podía deslastrar fuera de la barra ni en el surgidero de Pobeña, porque la piedra hacía mucho daño a los cabos que fondeaban los bajeles y la arena restaba profundidad al paraje. En 1715 se levantó un muelle de nueva planta en este lugar, para hacer frente a los golpes y embates del mar que comprometían la seguridad de los navíos amarrados al abrigo de la isla.
El Mayordomo -elegido anualmente por los mareantes y los dueños de navíos, era la figura más relevante de la Cofradía- señalaba el lugar exacto donde los bajeles tenían que depositar estos materiales para seguir formando el muelle citado. Para trasladar a este punto el material acumulado en el puerto de Lavalle, que dañaba con frecuencia el casco de los navíos que quedaban cargados en bajamar, el Concejo puso una gabarra o barco arruquero.
El amarre era otro capítulo importante. Las riberas de la ría carecían de estacas fijas o pajones, por eso establecieron que cada dueño de navío pusiera uno de buena madera de roble y lo conservara en el tramo comprendido entre el Pozo de los carros en Lavalle y la iglesia de San Julián, así como en el ribero de Pobeña, para que pudieran amarrar los bajeles. Estaba prohibido que los venateros descargasen junto a estos pajones, debiendo guardar una distancia mínima de “dos piernas” (pasos) entre las pilas de vena y las estacas porque, si dejaban la carga demasiado cerca, los cantos rozaban y estropeaban los cables de las naves y se iban rodando a los canales. Como consecuencia, el canal se iba rellenando, el dueño del carro o mula perdía parte de su carga y algunos carreteros y arrieros dejaban maliciosamente la carga cerca del agua para que se mojase y aumentara de peso.
Ordenar el tráfico fluvial en un canal tan estrecho como este era otro de los cometidos de las ordenanzas. Se daba preferencia a los barcos cargados frente a los vacíos, que debían apartarse para dar paso a aquellos. Por otro lado, ningún bajel podía permanecer en el puerto más de tres pleamares, incluyendo las de entrada y salida
Cayaje (derecho de uso de la ría y sus instalaciones). Las ordenanzas establecían una contribución en ese concepto para cada navío por cada viaje de vena que hiciese. La tasa era proporcional a la envergadura de la nave, que se medía según las gavias o velas que tuviesen -dos, una o ninguna- y los navíos forasteros pagaban más que los naturales del concejo. El dinero recaudado se destinaba a reparos, construcción y conservación de los canales y muelles. El responsable de exigir el pago era, de nuevo, el Mayordomo, y a quienes se negaran, debía quitarles las velas y aparejos hasta que lo abonasen.
Actividad nocturna. Las normas eran muy claras y prohibían la actividad nocturna en los muelles. Solo se permitía cargar vena de día y en presencia de las personas que controlaban el pesaje del mineral. De esta forma se pretendía evitar los frecuentes “levantamientos” de venas ajenas, aprovechando la ausencia de los renteros. Para pesar la carga contaban con balanzas que se custodiaban en la iglesia de San Julián, beneficiaria del rentaje y en cuyos libros de fábrica se recogen con frecuencia los gastos relativos a la fabricación, conservación y calibración de las mismas.
La seguridad no era una preocupación menor y se extendía a diferentes ámbitos. Las Ordenanzas acotan los tiempos de navegabilidad y nos describen las medidas que tuvieron que adoptarse para evitar los accidentes ocasionados por llevar los barcos mal aparejados o por salir durante el invierno con bajeles poco preparados para la bravura de los mares, lo cual comportaba grandes pérdidas humanas y de bienes. Pero no había que protegerse solo de la mala mar. La presencia de navíos franceses, ingleses y holandeses, que rondaron nuestra costa en diferentes momentos durante los siglos XVII y XVIII, podía ser una amenaza aún mayor. Frente a ella era necesario organizar una defensa, reforzando las guardas o atalayas para evitar que en tiempo de guerra los corsarios apresaran los bajeles. En nuestro entorno, estas se ubicaban en el islote de San Pantaleón, Campomar y Punta Lucero.