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Zer edo zer irakurri nahi?

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NO EXISTE NADA MÁS PERFECTO que una regla de cálculo. Su aluminio bruñido resulta frío al contacto con los labios, y, si la mantienes al nivel de la luz, puedes ver en cada una de sus esquinas el ángulo recto más perfecto de la creación. En cambio, si la pones de costado se transforma en un original florete que se dobla sin querer. Hasta una niña de corta edad puede blandir en el aire una regla de cálculo, sirviéndose del cursor como empuñadura. En mi memoria permanecen ligados de un modo indisoluble este juego infantil y los primeros relatos que me contaron, y, por ese motivo, no puedo evitar representar en mi mente a un angustiado Abraham justo en el momento en el que va a sacrificar al pobre Isaac alzando su mortífera regla sobre el pequeño.
Yo me pasé la infancia en el laboratorio de mi pa~re, jugando debajo de las mesas hasta que alcancé la altura suficiente para jugar sobre ellas. Mi padre enseñó durante cuarenta y dos años seguidos los rudimentos de la física y de las ciencias de la tierra en aquel laboratorio. Era profesor en una escuela de formación superior de una pequeña localidad de Minesota. Él adoraba su laboratorio, y mis hermanos y yo compartíamos su pasión por aquel lugar.
No era más que una sala pintada con una gruesa capa de color crema; pero, si cerrabas los ojos y te concentrabas, podías sentir por debajo la textura del cemento. Recuerdo que llegué a la conclusión de que el revestimiento de goma de los laterales debían de haberlo pegado a la pared, porque no encontré ni una sola marca de clavos cuando medí la estancia con una cinta métrica que extendí más de treinta metros. Había largas mesas de trabajo en las que tenían que sentarse cinco alumnos, uno alIado del otro, mirando todos en la misma dirección. Aquellas superficies negras, frías como una tumba, estaban hechas de un material [...]