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El verano del amor
Conducía por la negrísima noche de Virginia sobre la cinta de asfalto perfectamente plana que en otra época había ocupado la vía del tren. Cuando llegué al puente elevado que cruza la cañada, me puse a pensar en los detalles de la noche en la que acabaría despeñándome por él. Estaba convencido de que no viviría hasta cumplir los dieciocho, y por eso no me había molestado nunca en hacer planes de futuro. Los dieciocho habían llegado y pasado hacía un año, y yo seguía respirando. Y las cosas iban a peor.
Verano de 1982. Ese calor repugnante, húmedo, pegajoso con el que la espalda de la camisa se empapa con solo salir a dar una vuelta con el coche. Al novio de mi hermana Liz se le cruzaron los cables una noche en la cocina de casa y me atacó con un cuchillo de carnicero. Poco después, Liz intentó suicidarse, la primera de una larga lista de tentativas. Se tragó un puñado de pastillas. El corazón se le paró justo cuando llegábamos al hospital, pero consiguieron reanimarla.
Poco después de todo aquello, Liz y mi madre salieron de viaje para ir a ver a unos parientes y yo encontré el cadáver de mi padre, tendido de lado sobre su cama, vestido como siempre con camisa y corbata y con los pies rozando el suelo, como si simplemente se hubiese sentado para morir, a sus cincuenta y un años. Intenté aprender cómo se practica la reanimación cardiorespiratoria con la operadora del servicio de emergencias mientras cargaba con el cuerpo ya rígido de mi padre por el dormitorio. Se me hacía raro tocarle. Que yo recordase, era la primera vez que teníamos contacto físico, si exceptuamos alguna que otra quemadura de cigarrillo que me había llevado al intentar escurrirme por su lado en el estrecho pasillo.