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UNO

Y así, cuando el otoño pasado empecé a dar largos paseos vespertinos, Morning Heights me pareció un lugar cómodo desde donde internarme en la ciudad. El sendero que baja desde la catedral de Sto John the Divine y cruza Morningside Park está a sólo quince minutos de Central Park. En la otra dirección, hacia el oeste, hay diez minutos hasta Satura Park, y doblando desde allí hacia el norte se va a Harlem a lo largo del Hudson, aunque el tráfico impide oír el río que corre al otro lado de los árboles. Estos paseos, contrapunto a mis ajetreados días en el hospital, se dilataban constantemente y, como cada vez se extendían más, a menudo me encontraba muy lejos de casa bien avanzada la noche y por fuerza tenía que volver en metro. De este modo, al comienzo del último año de mi beca de psiquiatría, Nueva York fue tramándose en mi vida a ritmo de caminata.

No mucho antes de que empezaran los vagabundeos, yo había caído en el hábito de observar desde mi apartamento a las aves migratorias, y ahora me pregunto si no había un vínculo entre ambas costumbres. Las tardes que volvía del hospital con tiempo, solía mirar por la ventana, como quien busca augurios, esperando ver el milagro de la migración natural. Siempre que divisaba una formación de gansos surcando el cielo me preguntaba cómo se vería nuestra vida desde su perspectiva e imaginaba que, si se hubieran permitido especular algo semejante, tal vez los rascacielos les habrían parecido abetos apretados en un bosque. Muchas veces al otear el cielo no veía más que lluvia, o la estela tenue de un avión como una bisectriz en la ventana