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Tierra de chacales

1

Finalmente cesó la ola de calor.
Una ráfaga de brisa marina atravesó la sofocante densidad del aire y abrió grietas de frescor. Primero llegaron suaves rachas vacilantes, y las copas de los cipreses se estremecieron de placer, como si, desde las raíces, una corriente hubiese recorrido sus finos troncos.
Al atardecer, arreció el viento de poniente. La ola de calor fue empujada hacia el este, desde la llanura costera hacia los montes de Judá y desde los montes de Judá hacia el valle de Jericó, y desde allí hacia los desiertos de escorpiones al este del Jordán. Parecía que había sido la última ola de calor. El otoño estaba cerca.
Los niños del kibutz inundaron las parcelas de césped con sus estridentes gritos de alegría. Sus padres llevaron hamacas desde los porches hacia los jardines. No hay regla sin excepción, solía decir Sashka. En esa ocasión, él fue la excepción al encerrarse en su habitación para añadir un nuevo capítulo a su libro sobre los problemas a los que se enfrenta el kibutz en los nuevos tiempos.
Sashka era uno de los fundadores de nuestro kibutz y uno de sus más destacados activos. Un hombre fornido, rubicundo y con gafas. Tenía un rostro sensible y agradable, con una expresión de seguridad paternal. La actividad de Sashka era frenética. El agradable viento de la tarde que entraba en la habitación le obligó a poner un cenicero encima de los rebeldes papeles. Una entusiasta honestidad palpitaba en él y pulía sus frases. Los nuevos tiempos, se decía Sashka, necesitan nuevos conceptos. Lo importante es que no nos estanquemos, que no nos repitamos, que seamos enérgicos y estemos alerta.