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Zer edo zer irakurri nahi?
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Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas
y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros
de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada
al público, y me pareció percibir, como en un vago espejismo residual, el olor acre del sudor mezclado con ese toque
dulce de la goma de mascar y el perfume de las chicas que se
encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro
—
así las había visto yo en las fotos
—, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Allí se habían
celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de
sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo
de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores
hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola
giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos
de luz.
En la sala había reminiscencias de sexo, soledad y expectación de algo sin forma ni nombre. Recuerdo esa sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las
manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión
con el aparato enmudecido y la luz de las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.