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Prólogo

El primer llanto del bebé fue un sonido tan penetrante que las dos parejas que aguardaban tras la puerta del paritorio de Cora Banks, la comadrona, dejaron escapar al unísono un grito ahogado. Los ojos de James y Jennifer Wright se iluminaron de alegría. Una mezcla de alivio y resignación se reflejó en el rostro de Rose y Martin Ryan, cuya hija de diecisiete años acababa de dar a luz.
Las parejas se conocían entre sí como los Smith y los Jones. Ninguna deseaba conocer la verdadera identidad de la otra. Un cuarto de hora después seguían esperando nerviosos para ver al recién nacido.
Era una niña adormilada de más de tres kilos de peso cuyos negros mechones rizados contrastaban con su tez clara. Cuando abrió sus ojitos, todos vieron que eran grandes y de un castaño oscuro. Jennifer Wright alargó los brazos para cogerla y la comadrona sonrió.
-Creo que tenemos un asuntillo pendiente —sugirió.
James Wright abrió el maletín que llevaba.
—Sesenta mil dólares —dijo—. Cuéntelos.
Les habían descrito a la madre del bebé que acababa de nacer como una chica de diecisiete años que se había quedado embarazada la noche del baile de graduación. Sus padres habían ocultado el embarazo a todo el mundo. Dijeron a familiares y amigos que era demasiado joven para marcharse a la universidad y que tenía previsto trabajar en el taller de costura que su tía poseía en Milwaukee. El padre, un muchacho de dieciocho años, se había ido a la universidad sin saber nada del embarazo.
—Cuarenta mil dólares para los estudios de la madre. —Cora contó el dinero y entregó esa cantidad a los padres de la joven parturienta mientras sus gruesos brazos sujetaban con firmeza a la criatura. No le pareció necesario añadir que los veinte mil dólares restantes correspondían al pago de sus servicios.
Los abuelos de la recién nacida aceptaron el dinero en silencio.
—¡Qué feliz soy! —susurró Jennifer Wright, y alargó sus brazos anhelantes.
—Registraré el nacimiento a nombre de ustedes —anunció la comadrona a la radiante pareja.
Su fría sonrisa no sirvió para realzar su cara redonda y sin atractivo. Aunque solo tenía cuarenta años, su expresión le añadía al menos otros diez.
Se volvió hacia los padres de la joven madre.
—Que duerma unas horas más. Después, llévensela a casa.
En el paritorio, la muchacha de diecisiete años luchaba contra el efecto de la elevada dosis de sedantes que le habían administrado. Sentía los pechos hinchados por la impresión de abrazar a la niña en sus primeros momentos de vida. La quiero, la quiero, gritaba su alma. No entreguéis a mi bebé. Encontraré un modo de cuidarla...
Dos horas después, acurrucada en el asiento trasero del coche familiar, se dirigía a un motel cercano.
A la mañana siguiente regresaba sola en avión a Milwaukee.