¿Buscas un libro para leer?
Zer edo zer irakurri nahi?

Mi casa se quemó una noche de otoño hace casi un año. Fue un domingo. Había empezado a levantarse viento a primera hora de la tarde. Al anochecer pude ver en el anemómetro que las ráfagas de aire superaban los veinte metros por segundo. El viento era del norte y muy frío a pesar de que aún estábamos a principios del otoño. Cuando me acosté a las diez y media, pensé que esa era la primera tormenta otoñal que cruza- ba la isla que había heredado de mis abuelos maternos. Otoño, pronto invierno. Una noche, el agua del mar empezaría a helarse lentamente. Era la primera vez ese otoño que me metía en la cama con calcetines. El frío lanzaba su primera embestida. El mes anterior había arreglado el tejado haciendo un gran esfuerzo. Fue un trabajo enorme para un pequeño artesano. Había muchas tejas viejas y rotas. Mis manos, que una vez sujetaron bisturís en complicadas operaciones quirúrgicas, no estaban hechas para manejar ásperas tejas. Ture Jansson, que había sido cartero aquí fuera, en las islas, durante toda su vida profesional, pero ya estaba jubilado, se había encargado de transportar las tejas nuevas desde el puerto. No quiso ni siquiera cobrar por ello. Como yo he instalado una con- sulta improvisada en mi cobertizo para ocuparme de todos los achaques imaginarios de Jansson, quizá pensara que debería devolverme el favor. Durante todos estos años he examinado abajo, en el embarcadero junto al cobertizo, sus supuestos dolores de brazos y espalda. He alcanzado el estetoscopio colgado de un señuelo para cazar eíderes y he constatado que sus pulmones y su corazón sonaban como debían. En todos esos reconocimientos repetitivos, Jansson siempre ha demostrado encontrarse en perfectas condiciones. Su miedo a enfermedades imaginarias ha sido tan exagerado, que yo, durante los muchos años que ejercí de médico, nunca vi nada parecido. Ha sido cartero y, además, hipocondriaco a tiempo completo.