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Prólogo

El Mercedes 300 de color negro aparca en medio de lo que en su día fue una plaza. Los sacos terreros impiden el avance. Llueve y hace frío, mucho frío. Cuando ponemos un pie fuera del coche suena el primer disparo. Lejano. «Yala, yala» («Vamos, vamos» en árabe), nos pide el veterano conductor sin perder la compostura, invitándonos a salir lo antes posible. Sigo a Richard y a Tom. No quiero ni mirar. Un año después del comienzo de las protestas contra el presidente Bashar al Asad la violencia ha estallado en la periferia de Damasco, pero nadie sabe muy bien lo que ocurre y queremos verlo. Los opositores denuncian masacres. Edificios altos carcomidos por las balas, destrozados por la artillería, pasto de las llamas se abren ante nosotros, y nos perdemos por callejuelas guiados por vecinos que salen de la nada y nos piden que les acompañemos. Los disparos suenan cada vez más cerca. No se puede parar. Vamos en fila de a uno y volamos de portal en portal. La gente nos suplica que entremos y miremos. No quiero verlo, no quiero verlo. Están allí, cuerpos y más cuerpos metidos bajo las escaleras... Los portales son morgues en las que los vecinos de Saqba, a las afueras de Damasco, entierran a sus muertos provisionalmente hasta que puedan hacerlo en el cementerio. El Ejército ha prohibido los funerales públicos porque todos terminan en protestas contra el Gobierno, nos cuentan. Los francotiradores hacen imposible que volvamos a la calle, así que ahora avanzamos de edificio en edificio por los butrones abiertos como protección de las balas. Pasamos por el interior de viviendas, y los niños nos miran sin tener muy claro qué pintan unos extranjeros allí. Richard quiere parar, tiene que tomar notas. Lo hace en un minuto. Un minuto eterno. Al final se ve la luz y corremos hasta el último gran boquete, en una pared que desemboca en una escuela. Allí espera lo peor. Una fosa común con siete cuerpos de milicianos del Ejército Sirio Libre con evidentes signos de tortura. No sé cómo enfrentarme a esa escena con la cámara. Cómo hacerlo con dignidad. Tengo ganas de vomitar, pero me contengo. «No hay heridos, solo muertos.» En los últimos cuatro días la situación está siendo de guerra abierta, nos dice Mohamed, el guía improvisado que ha salido de una de las casas y nos ha llevado hasta este lugar. Nos muestra uno de los cuerpos, maniatado y sin ojos, y otro con la cara quemada y una gran herida en el cuello. «No ha habido piedad», dice antes de volver a cubrir los cadáveres. Asegura que hay fosas comunes como esta por toda la localidad. Los vecinos entierran a los caídos en patios traseros, sótanos, huertos... Tan solo en este patio de colegio afirma que hay más de una veintena de muertos. Tim se acerca a la fosa y se fija en las manos moradas de uno de los muertos. Esa es su fotografía de la escena. Ni una más. Un joven subido al muro de la escuela nos grita que nos demos prisa.