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Zer edo zer irakurri nahi?

Mi padre me había contado que, antes de que yo naciera, se dedicaba a cazar moscas con un arpón. Me enseñó el arpón y una mosca aplastada.
-Lo dejé porque era muy difícil y estaba muy mal pagado -me explicó mientras volvía a guardar su antiguo material en una caja lacada-. Ahora monto talleres mecánicos. Trabajas mucho, pero te ganas muy bien la vida.
Al comienzo del curso escolar, durante las presentaciones que se hacen en las primeras clases, yo hablé, no sin orgullo, de los oficios de mi padre, pero sólo conseguí que me regañaran cariñosamente y se rieran un montón de mí.
«La verdad está mal considerada -pensé decepcionado-. Para una vez que era tan divertida como una mentira...»
En realidad, mi padre era un hombre de leyes. -¡La ley nos da de comer! -decía, partiéndose de risa, mientras llenaba su pipa.
No era juez, ni diputado, ni notario, ni abogado ni nada por el estilo. Ejercía su actividad gracias a un amigo senador. Con información sobre las nuevas disposiciones legales obtenida en la propia fuente, se había lanzado a ejercer una nueva profesión creada de la nada por el senador. Nuevas normas, nuevo oficio. Así fue como se convirtió en «abridor de talleres». Para conseguir un parque automovilístico en condiciones y seguro, el senador había decidido imponer una inspección técnica a todo el mundo. En consecuencia, los propietarios de utilitarios, limusinas y toda clase de cacharros debían someter su vehículo a una revisión médica para evitar accidentes. Ricos o pobres, todos tenían que pasar por el aro. Y lógicamente, al ser obligatorio mi padre facturaba mucho, muchísimo. Facturaba la ida y la vuelta, la visita y la contravisita, y, a juzgar por sus carcajadas, le iba la mar de bien. -¡Salvo vidas, salvo vidas! -exclamaba