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Zer edo zer irakurri nahi?
Prólogo
Llegué a Canterbury, tierras llanas y cielos inmaculados. Corría el año 1921 y el sol me taladraba los ojos y había dejado los lagos reducidos a minerales y sal. En Timaru tomé prestada una bici y, con unos zapatos también prestados, competí bajo una tormenta de polvo que se precipitaba desde las cimas de los Alpes hasta las áridas llanuras junto al mar. La carretera estaba en mitad del viento. El aire formaba un túnel, en unas ocasiones se estrechaba y nos impulsaba hasta el máximo de nuestra velocidad, y en otras nos dejaba boqueando en un súbito torbellino de calor y arena. Fue un verano tan bestial que parecía de mentira.
Durante cien millas [1] pedaleé al mismo ritmo que hombres jóvenes y otros no tan jóvenes, todos respiraban con dificultad y algunos estaban al borde de un ataque de tos, las voces se deshacían en roncos jirones cuando gritaban. Discurrimos junto a riachuelos sobre los que no había puentes, forcejeamos entre el polvo que se levantaba a nuestro alrededor intentando buscar una carretera y, cuando no la encontrábamos, corríamos por el barro con las bicis sobre la cabeza. Nadie podía librarse a menos que abandonara. Y muchos lo hicieron. Era la primera edición de la clásica que se celebraba desde que el tren llegó a las afueras de Compiègne. No sabía nada de los hombres junto a los que pedaleaba.
Mi hermano, Thomas, y su mujer nos seguían en su coche. Él gritaba todo tipo de cosas para que resistiera. Thomas y Katherine asomados a la ventanilla en medio de la confusión. Había personas que intentaban hablar conmigo para jalearme, para animarme, pero yo pedaleaba en silencio. Durante una hora, la lluvia se unió al golpe de viento y limpió la sangre de nuestras heridas. Después el sol, y yo miré hacia la carretera. El silencio y los botones rojos de las mangas de Katherine cuando saludaba por la ventanilla, una Butcher’s Carbine balanceándose en sus manos. Sus pálidos brazos y el arco de su cuello.
En la escaramuza de la meta quedé cuarto por detrás de Phil O’Shea —un tipo corriente antes de la guerra, un héroe después— y me felicitó por ello. Alguien me quitó la bici de las manos y yo me quedé preguntándome qué significaba todo aquello. O’Shea llevaba un ramo de flores, como si fuera la novia de alguien. Me rodeó con el brazo, me felicitó y me dio la bienvenida a esta religión de sufrimiento y polvo. Las palabras son suyas, el sufrimiento sólo para mí. No supe su nombre hasta después. Cualquier recuerdo de su cara se había borrado para entonces, pero me aseguraré de que resulte atractivo.
Ésa era la primera carrera en la que vestía una camiseta con dorsal, la primera que no hacía en las montañas con mis compañeros del club turnándose para competir conmigo. En realidad debería haber quedado el último. Era un joven escuálido de diecinueve años, incapaz de ganar músculo, como un palo de rastrillo con tendones ágiles entre las púas. Tenía barba, pero los pelos parecían las cerdas de un postizo. No podía pensar más que en la vida y en esa maldita velocidad que amaba tanto como el tren que se precipita por los raíles hacia ese punto del horizonte en el que se estrechan y terminan juntándose. La vida, la velocidad y un futuro que no podía figurarme correctamente, de eso estaba hecha mi constitución. Quedé por delante de ciclistas de renombre, ciclistas con [...]