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Zer edo zer irakurri nahi?
Henry Lyulph Holland, primer conde de Slane, llevaba existiendo tanto tiempo que el público había empezado a considerarle inmortal. Al público, en conjunto, le resulta reconfortante la longevidad y, tras la necesaria pausa de reacción, está dispuesto a reconocer en la vejez extrema un signo de distinción. El longevo ha triunfado por lo menos sobre una de las desventajas iniciales del hombre: la brevedad de la vida. Hurtar veinte años a la aniquilación eterna supone imponer la propia superioridad sobre un programa asignado. Así de pequeña es la escala sobre la que disponemos nuestros valores. Fue por ello con un sobresalto de auténtica incredulidad con lo que los hombres de la City, al abrir sus periódicos en el tren una tibia mañana de mayo, leyeron que Lord Slane, a la edad de noventa y cuatro años, había pasado inesperadamente a mejor vida la noche anterior después de la cena. «Un ataque al corazón», dijeron con perspicacia, aunque en realidad estaban citando los periódicos; y, a continuación, añadieron con un suspiro: «Bueno, otro viejo hito que desaparece». Ese era el sentimiento dominante: otro viejo hito que desaparecía, otro recordatorio de la inseguridad. Los periódicos, en un estallido final de publicidad, recogieron y consignaron todos los acontecimientos y progresos de la vida de Henry Holland; los juntaron en un puñado tan duro como una pelota de críquet, y los lanzaron a la cara del público, desde los días de su «brillante carrera universitaria», pasando por la época en la que Mister Holland, a una edad asombrosamente temprana, había ocupado un escaño en el gabinete, hasta este mismísimo día final en el que, siendo conde de Slane, KG, GCB, GCSI, GCIE, etcétera [...]