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Zer edo zer irakurri nahi?

Azotan chubascos desde la mañana, sale el sol en intervalos, refresca el viento. No había imaginado primavera tan desapacible ni pamperos que soplasen con tanta energía a mediados de octubre. Una razón más para no confiar en los manuales de navegación, o para rectificarlos hora tras hora. El teniente Kingsbury me ha sugerido tomar varias manos de rizo y evitar el ángulo crítico de las escoradas. ¡Precavido Kingsbury! No hallaré segundo mejor aunque rebusque por los siete mares. Cuida antes que nada el bienestar de la tripulación y sabe que las escoradas revolverán el estómago a más de cuatro. Pero no tomé manos de rizo; ni una sola. Y Kingsbury, siempre flemático, se contentó ante mi negativa. Por suerte no tuve que gastarme en explicaciones y me entendió sin que yo despegase los labios, salvo para gritar, desde la toldilla: "¡Con todo el trapo!". ¿Cómo dominar a ochenta individuos sin demostrarles que el capitán tiene los cojones bien puestos? Navegamos a quince nudos; y me gustaría que la corredera marcase más, aunque la goleta lleve su amurada de babor semisumergida. Sé que pronto asomará en la puerta de mi cámara el negro Bob, y que, con todo su aparatoso respeto, me dirá: "Señor capitán, hay seis marineros de descanso en el sollado, con mareos y vómitos, ¿no cree que debiera verlos el cirujano?". Y yo, fingiendo que he oído mal por culpa del viento, que silba ante la puerta entreabierta, responderé: "No traigo cirujano para curar flojos. Prepáreles uno de esos caldos con que resucita muertos". Y me acercaré después a la puerta para ver a Robert Ficht trasladando su gordura por la cubierta inclinada y metiéndose por la escotilla en derechura al fogón. Buen hombre este jamaicano, de lo más noble y leal que llevo a bordo. Si es cierto que los dos pilares del poder en un barco son el capitán y el cocinero, comparto gustoso el privilegio con ese Bob que me acercó Lewis Clayton, dos jornadas antes de zarpar de Baltimore, en los muelles de Fells Point, subrayando que si el cocinero no me servía, renunciaría a su función de oficial de reclutamiento. Ni Clayton renunció, ni Bob me defraudó durante la travesía hasta Buenos Aires, ni en la estadía en ese puerto, ni después, cuando fondeamos en la costa de la Provincia Oriental, quince millas al oeste de Colonia.[...]